J.
Neil Alexander
Este
tipo de preguntas parece, desde el punto de vista del anglicanismo
clásico, bastante sorprendente a primera vista. Encontramos
entre los anglicanos concepciones de la Eucaristía extremadamente
diferentes. En esta Iglesia, la piedad y la devoción
adquieren por sí mismas orientaciones muy variadas. Aunque la
celebración eucarística constituye el modelo normativo para todos
los domingos y todas las grandes fiestas, en realidad constatamos
que su observancia es todavía débil en ciertas comunidades
anglicanas, que prefieren la recitación regular del oficio del
domingo por la mañana. Sin embargo, a pesar de esta considerable
diversidad, la mayoría de los anglicanos formados por la
doctrina, la disciplina y el culto del Book of Common Prayer o
alguna de sus variantes oficiales, tendrían dificultades para
imaginar una vida de fidelidad al Evangelio sin la Eucaristía.
La Eucaristía es, desde el comienzo, una dimensión esencial del
pensamiento y de la práctica anglicanas. A diferencia de
nuestras Iglesias-hermanas nacidas de la Reforma en el continente,
donde las querellas sobre la doctrina y la práctica eucarísticas
las condujeron con frecuencia a modificar el equilibrio entre Palabra
y sacramento en favor de oficios dominicales más bien de
predicación que de comunión, el Book of Common
Prayer implantó una liturgia completa
de la Palabra y de la santa mesa como rito central
destinado a formar y a alimentar a la comunidad de fe. Con el
tiempo, la oración de la mañana, animada por una coral, y el sermón
se convirtieron en la práctica regular de numerosas parroquias
anglicanas, aunque la referencia a la Eucaristía como norma en
los libros litúrgicos de la Tradición y en la experiencia de los
fieles no estuvo nunca verdaderamente comprometida. Bajo el
reinado de Enrique VIII, la Iglesia católica de Inglaterra
rompió su juramento de fidelidad al papado y reconoció a la corona
de Inglaterra como cabeza suprema de una Iglesia nacional
autónoma. A diferencia de los Reformadores alemanes y suizos,
que estaban animados por preocupaciones doctrinales y pastorales,
Enrique y su corte estaban motivados por el deseo político de
preservar la relación entre la Iglesia católica de Inglaterra y el
reino del soberano. Esto significa que, durante los primeros años,
la Reforma, en Inglaterra, conservó el contenido y la forma de la fe
católica que había heredado de Roma a lo largo de los siglos.
Enrique VIII y sus consejeros se afanaron incluso en probar que al
separarse de la autoridad del papa no se habían apartado de la fe
católica. La Assertio Septem Sacramentorum de 1521,
escrita bajo la autoridad de Enrique contra los excesos de Lutero y
de los Reformadores continentales, le valieron el título de Fidei
Defensor que le otorgó el papa León X. La misa romana, según
uno de los “usos” de la Iglesia católica en Inglaterra, continuó
siendo la práctica corriente en todo el reino, durante todo el
reinado de Enrique. El advenimiento de Eduardo VI abrió la vía a
nuevas evoluciones en la fe y en la práctica eucarísticas.
Hacia el final del reinado de Enrique empezaba a salir a la
superficie con más vigor una corriente subyacente. Los
movimientos luterano y reformado estaban bien implantados en el
continente y su influencia se dejaba sentir en Inglaterra. El
arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, hombre hábil desde el
punto de vista político, era conocido por sus simpatías hacia el
movimiento de la Reforma. La promulgación del primer Book of
Common Prayer, en 1549, lanzó en Inglaterra el primer auténtico
debate sobre la fe y la práctica eucarísticas.
El ritual aparecido en 1549 era un “agregado” de diferentes
aspectos de la tradición litúrgica occidental. Cranmer,
inspirándose en libros litúrgicos de rito romano empleados en
Inglaterra, en proposiciones litúrgicas de Lutero, Bucero y otros,
en el breviario del cardenal Quiñones, en el Kirchenordnungen de
Lutero, y en otras fuentes, ensambló, a partir de ahí, la
primera liturgia inglesa independiente. Con la aparición de
la obra se manifestaron los defensores y los detractores. Aquellos
que querían garantizar la continuidad entre la fe eucarística de
la Iglesia de Inglaterra y la del catolicismo romano intentaron
interpretar el rito en este sentido. Otros, más preocupados por
la unidad entre la Iglesia y el reino que por la doctrina
eucarística, buscaron el compromiso por todas partes donde pudiera
encontrarse. Otros aún, bajo la influencia de las reformas más
extremas de Zurich y de Ginebra, sostuvieron firmemente una
interpretación de este nuevo libro que correspondía más a las
teologías eucarísticas evangélicas que nacían de la Reforma en el
continente. Se ha discutido mucho intentando saber cuál era
la posición personal del arzobispo Cranmer. Si bien algunos no
dudan en considerarle como un agente disfrazado de Zuinglio, otros
han preferido ver en su obra un punto medio entre las posiciones
de Lutero (Presencia real) y las de Zuinglio (Ausencia real) donde se
intenta encontrar un equilibrio entre la objetividad
sacramental de Lutero y la fuerte dependencia, defendida
por Zuinglio, de la fe personal del creyente.
“Una presencia verdadera y espiritual”, ésa
es la expresión empleada a menudo para indicar la posición de
Cranmer. El debate sobre la interpretación del rito
eucarístico del Book of Common Prayer de 1549 introdujo, en el
seno del anglicanismo, la posibilidad de interpretar el mismo
texto oficial de maneras muy diferentes. Los principales
textos litúrgicos propuestos para la celebración de la Eucaristía
y empleados por las comunidades parroquiales han recibido
interpretaciones diferentes a lo largo de toda la historia de la
Iglesia de Inglaterra. Estas interpretaciones van desde la
más estricta teología católica de antes de la Reforma
hasta posiciones muy próximas a Zuinglio y a los elementos más
radicales de la Reforma suiza, pasando por una concepción
equilibrada bastante próxima a una posición que
podríamos identificar como “luterana”. Por lo general, se
considera que los elementos más radicales encontraron su apoyo
más ferviente y su apología entre los partidarios del segundo
ritual, aparecido en 1552. Según muchos observadores, el
ritual de 1559, promulgado bajo el reinado de Isabel I, manifiesta la
intención de la Iglesia de Inglaterra de seguir una vía
media a medio camino entre las posiciones extremas
católicas o protestantes, y tal vez sea en este ritual donde se
encuentra por vez primera una expresión auténtica de la liturgia y
de la teología anglicanas. El principal teólogo del período
isabelino fue Richard Hooker. Éste, en el libro V de su obra
monumental, Of the Laws of Ecclesiastical Polity, proponía una
apología polivalente del Book of Common Prayer que constituía el
punto de partida de una gran parte de la teología eucarística
anglicana que iba a seguir. Hooker estuvo influenciado él mismo
por la tradición católica, pero mantuvo también conversaciones muy
continuadas con las voces cada vez más vehementes que se hacían oír
en el ala puritana de la Iglesia. En busca de una vía media entre
las posiciones extremas con que se encontraba, Hooker formuló una
teología que hablaba de la participación real del creyente en el
cuerpo y en la sangre de Cristo. A partir de esta posición,
Hooker podía apaciguar el campo de los puritanos y de los reformados
rechazando la doctrina de la transubstanciación y otorgando una
mayor importancia al papel de la fe en la vida del comulgante. Y,
al mismo tiempo, podía afirmar que en el corazón de la
participación se encuentra la recepción fiel del cuerpo
y de la sangre de Jesús que es “instrumentalmente una causa” de
la misma. Las exigencias de esta posición obligaron a Hooker a
abandonar toda investigación profunda sobre el modo de
presencia de Cristo en las especies sacramentales, dando así
nacimiento a un tema que recurre con frecuencia en la teología
eucarística anglicana. Como otros muchos teólogos anglicanos
después de él, Hooker se interesó más por la presencia real de
Cristo en la asamblea gracias a las promesas de Cristo en su
sacramento, por la fe de la comunidad de los creyentes y por los
elementos fijados por Cristo, es decir, por la participación
(comunión), que por la conclusión de una disputa filosófica
sobre el modo de presencia que se podría creer,
localizada, o no, en el pan y el vino. John Booty es quien mejor
ha analizado los trabajos de Hooker sobre la Eucaristía. Hace notar
la importancia de dos términos del Nuevo Testamento –koinônia
y metanoia– que figuran en el centro de la idea que se
hace Hooker de la participación. En lo que se refiere a la
koinônia –la comunión– Hooker pensaba que el
creyente es transformado por la comunión en el cuerpo de Jesús; el
cuerpo y la sangre de Cristo consagrados son los instrumentos
mediante los que se lleva a cabo nuestra comunión con Dios. La
unión mística, que de ahí resulta también
para el creyente, constituye la Iglesia. “Edifica su Iglesia a
partir de la misma carne, del costado atravesado y sangriento del
Hijo del hombre. Su cuerpo crucificado y su sangre derramada para
vida del mundo son los verdaderos elementos de este ser celeste, lo
que nos hace semejantes a aquel del que venimos. Por eso las palabras
de Adán pueden ser exactamente las palabras de Cristo sobre su
Iglesia, Carne de mi carne y hueso de mis huesos, tomada
verdaderamente de mi propio cuerpo” (Laws V, 56, 7). Hooker,
para consolidar su teología de la participación, recurrió
asimismo a la noción de metanoia que encontramos en
el Nuevo Testamento. El arrepentimiento no sólo cambia al
creyente, sino que le permite asimismo un nuevo nivel de
ser –la participación– en la comunidad de todos los
fieles. Hooker no tiene una concepción negativa del
arrepentimiento; al contrario, ve en él una adhesión, en el
sentido más positivo, a la misericordia y a la gracia de Dios en
respuesta al Evangelio. La definición de la
participación, según Hooker, tan esencial para
comprender su teología eucarística, se sitúa en el punto de
equilibrio entre la experiencia eucarística del creyente y la
herencia eucarística de la comunidad de fe. La misma posición
se encuentra en otro teólogo importante de la época isabelina: John
Jewel. Según este último, la santa comunión es “no sólo
nuestra comunión en Cristo, sino también esta unidad
en la que los que comen en esta mesa deben soldarse los
unos a los otros”. Esta doble insistencia –en la
fe del creyente y en la construcción de la Iglesia–
permanecerá en el centro de la teología y de la práctica
eucarísticas anglicanas en las épocas siguientes.
La
acensión de Jacobo I al trono de Inglaterra abrió un nuevo capítulo
en la historia del Book of Common Prayer y de las celebraciones
religiosas. La precaria calma que dominaba en los últimos años
del reinado de Isabel fue perturbada de nuevo cuando los puritanos
dirigieron una solicitud a Jacobo I en la que pedían verse liberados
“del fardo de los ritos humanos y de las ceremonias”. Un estudio
del Book of Common Prayer de 1604 muestra que, en una gran
medida, los puritanos fracasaron en su intento de derrumbamiento
de las celebraciones religiosas. La defensa de la
posición “episcopaliana” fue el origen de una nueva
era de reflexión y de enseñanza teológica sobre la Eucaristía en
la Iglesia de Inglaterra. Lancelot Andrewes volvió a
abrir para los anglicanos la cuestión de la Eucaristía
como sacrificio y elaboró una posición que se esforzaba
en evitar las trampas bien conocidas de la teología medieval, sin
abandonar por completo la teología del sacrificio
eucarístico, como hacían las tendencias más radicales
del protestantismo. El interés consagrado por Andrewes al
sacrificio fue recogido por algunos teólogos ingleses del siglo
XVII, entre los cuales figura, tal vez de una manera
particularmente digna de ser destacada, el futuro arzobispo de
Canterbury: William Laud. Ambos hombres consideraron necesario
rechazar la doctrina de la transubstanciación, pues no era
posible encontrarle fundamento ni en las Escrituras ni en
la enseñanza de la Iglesia antigua. Sin embargo, al mismo
tiempo, estaban profundamente convencidos de que se
adherían a la totalidad de la fe católica en materia eucarística,
tal como la habían recibido, despojada de las molestas omisiones
introducidas por los protestantes. Encontramos en el siglo XVII
muchas obras de teología eucarística cuyo objetivo era
interpretar la práctica de la Iglesia “según el uso del Book
of Common Prayer” de un modo que reafirmaba con vigor la
doctrina de la Presencia real de Cristo en el sacramento. La
intención de estos teólogos era abrirse un paso a través de las
fuentes de la tradición antigua, de suerte que pudieran
evitar las concepciones “carnales, corporales,
localizadas” de la presencia eucarística típicas de
finales de la Edad Media, evitando, al mismo tiempo, el “simple
memorialismo” que percibían a menudo en la tradición de la
Reforma.
Esta
literatura teológica se desarrolló sobre el telón de fondo
de la “renovación patrística” que conoció
el anglicanismo en el siglo XVII. Se ve aparecer, en esta
época, un renovado interés por la investigación erudita
sobre las fuentes antiguas y se asiste igualmente al
nacimiento de un tipo de ciencia litúrgica específicamente
anglicano. Estas preocupaciones sobrevivieron a la guerra
civil inglesa y a la Commonwealth, y recobraron cierta notoriedad
después de la promulgación del Book of Common Prayer de 1662.
Nunca se dirá bastante la influencia que tuvo, en la evolución
ulterior del anglicanismo, el estudio de textos antiguos,
especialmente litúrgicos, y de aquellos que trataban de los
sacramentos y de la ordenación. Hasta los partidarios de una
posición más puritana y reformada se vieron influenciados por
la renovación de los estudios patrísticos en Inglaterra. En
ninguna parte se ve mejor la resonancia del estudio de las fuentes
antiguas que en la obra de los nonjurors (no-juramentados),
aquellos que se negaban a prestar el juramento de fidelidad a
Guillermo y a María a causa de su juramento previo y de su fidelidad
al rey exiliado, Jacobo II. Los non- jurors intentaron, en sus
centros de investigación y de reflexión teológica, tanto en
Inglaterra como en Escocia, reformar la liturgia de la Iglesia,
especialmente las celebraciones eucarísticas, según principios que
les parecían más en armonía con la teología y la práctica de la
Iglesia antigua. Se interesaron especialmente por los
textos litúrgicos y por los tratados de las diferentes Iglesias de
rito oriental. Encontramos traducciones inglesas de bastantes
fuentes orientales. Estas fuentes influyeron en la evolución de
la liturgia anglicana, particularmente en el proceso que condujo a la
publicación de un nuevo ritual para Escocia, en 1764. Este
ritual influyó, a su vez, en el primer ritual americano aparecido en
1789. Aunque su posición era, en esta época, minoritaria, los
non-jurors contribuyeron de manera importante a la evolución de
la liturgia eucarística anglicana a lo largo de los años que
siguieron. Entre las evoluciones más importantes, podemos citar
una acción de gracias más desarrollada y más equilibrada, una
anámnesis que recuerda de manera más clara la
obra salvífica de Cristo, la oblación del pan
y el vino, y, tras el relato de la institución, incluyeron una
epíclesis más explícita en vistas a la
consagración de las ofrendas para la comunión de los fieles.
La
así llamada “renovación evangélica” del siglo
XVIII contribuyó igualmente a subrayar el lugar central
de la Eucaristía en la fe y en la práctica anglicanas.
John y Charles Wesley, anglicanos que recibieron la influencia
de los non-jurors en Oxford a comienzos de su formación, otorgaban
a la Eucaristía una importancia esencial que encontraba su sitio en
la teología anglicana clásica. Aunque John Wesley no sea un
teólogo a la par que filósofo, su enseñanza sobre la Eucaristía
lleva, en muchos puntos, la marca de la tradición católica del
anglicanismo, pero él se interesaba más por la respuesta de fe
personal aportada por el creyente. Aun conservando en una
amplísima medida el lenguaje de la teología eucarística
tradicional, Wesley deseaba que se otorgara un papel claro e
inequívoco a la fe del creyente en la práctica eucarística.
Wesley, como otros pastores de tendencia evangélica, apenas
veía diferencia entre los beneficios que recibimos de Cristo por
la comunión y los que recibimos por la escucha de la predicación
sobre las Escrituras o por la oración y la fraternidad. Todos
los beneficios de la creencia son accesibles por la fe y sólo por
ella. Sin embargo, a diferencia de otros teólogos
evangélicos, Wesley no reducía el papel de la santa comunión
recibida en la fe, respecto al de la predicación. Las raíces
católico-anglicanas de Wesley no le permitieron nunca
abandonar el equilibrio entre palabra y sacramento,
que eran para él elementos esenciales de la fe y la
práctica evangélicas. Encontramos la misma dinámica en los
himnos de Charles Wesley. Estos himnos eucarísticos
están repletos de palabras e imágenes tradicionales que revelan
claramente la influencia que tuvo sobre su autor la tradición
católica. Ahora bien, al mismo tiempo, el lugar de la fe
personal así como la llamada a la santidad de vida se entremezclan
profundamente y se equilibran con la insistencia que pone en la
experiencia mística que caracteriza a la tradición
evangélica.
El
siglo XIX fue el telón de fondo de otro período de rica
efervescencia para el pensamiento y la práctica
eucarísticas en la Iglesia anglicana. El
movimiento de Oxford no se preocupó, en sus primeros
tiempos, ni de la liturgia ni de los sacramentos. Se interesó, más
bien, por una cuestión fundamental: “¿Qué es la Iglesia?”.
Una cuestión que refluye sobre todos los aspectos de la vida
eclesial. La encontramos especialmente en los aspectos “públicos”
de la liturgia, de los sacramentos y del ministerio ordenado. Los
principales responsables del movimiento incitaron una vez más a los
anglicanos a volverse hacia su herencia –la enseñanza y la
práctica de la Iglesia católica antigua antes de la división (tal
como ellos la concebían)– y se esforzaron, a partir de
ahí, por reformar y renovar toda la vida de la Iglesia. Hacia
mediados de siglo se dejó sentir en Inglaterra el movimiento
romántico que había atravesado todo el continente. El
movimiento litúrgico moderno que empezaba a
manifestarse en la Iglesia católica y en los luteranos encontraba
signos de interés y de apoyo entre los anglicanos. Esta matriz
es la que dio nacimiento a lo que se ha dado en llamar la “renovación
gótica”, el movimiento ritualista y una nueva forma de
anglo-catolicismo. Estos movimientos, qué duda
cabe, no tenían como tema la Eucaristía, pero no por ello han
dejado de marcar, hasta nuestros días, una impronta indeleble en
la fe y en la práctica eucarísticas de la Iglesia anglicana.
En
el siglo XX se han producido diferentes evoluciones que han
venido a reforzar la fe y la práctica eucarísticas
entre los anglicanos. El movimiento de “comunión
parroquial” intentó restablecer la celebración semanal
de la Eucaristía y convertirla en el acto religioso esencial cada
domingo. Definió este acto como la actividad
constitutiva de la Iglesia parroquial. Este programa estaba
ampliamente influenciado por el surgimiento continuo del
movimiento litúrgico ecuménico, que intentaba
alentar el restablecimiento de una plena liturgia de la
palabra y del sacramento para cada Día del Señor, y la
recepción regular de la santa comunión en las
Iglesias, donde las asambleas sin comunión se habían vuelto la
norma. Estos movimientos alcanzaron un punto culminante en la
obra litúrgica del concilio Vaticano II en la
Iglesia católica. El Concilio marcó un giro
decisivo para todos los cristianos, en particular para
aquellos que son miembros de Iglesias que tienen una
liturgia sacramental, aun cuando no estén en comunión
con la Iglesia de Roma. En ninguna parte de la comunión
anglicana se han librado de la influencia del Concilio sobre la
vida litúrgica, y muchas provincias se han visto influenciadas,
de una manera muy profunda, “por el espíritu, cuando no por la
letra” del Concilio. La muy clara enseñanza del Concilio
respecto a la dimensión comunitaria de la fe y de la práctica
eucarísticas está absolutamente de acuerdo, en muchos
puntos, con los comienzos del anglicanismo. La enseñanza del
Concilio ha servido de catalizador a una gran cantidad de anglicanos,
a fin de hacerles recuperar los elementos comunitarios y
constitutivos de la fe y de la práctica eucarísticas,
que caracterizan la perspectiva a largo plazo de su propia tradición
y se ha visto menos influenciada por los enfoques más personales e
individualistas de una época más reciente.
Para
los anglicanos, en el centro de su experiencia de fe se
encuentra Jesucristo. Ahora bien, esta experiencia no es
la experiencia aislada de un individuo creyente sin conexión con la
fe de la comunidad. Para ser cristiano y vivir una vida de
fidelidad al Evangelio de Jesús, es menester formar parte del Cuerpo
de Cristo, de esta comunidad que proclama que su identidad, antes que
cualquier otra cosa, es la de un sacerdocio de bautizados reunidos
alrededor de la Palabra y de la santa mesa. Para
los anglicanos, es en la liturgia eucarística –celebración
de la muerte y de la resurrección de Jesús– donde comprendemos lo
que somos, a quién pertenecemos fundamentalmente, y de quién somos
responsables en nuestra misión y nuestro ministerio en nombre de
Jesús. Del mismo modo que no hay vida de fe sin
fraternidad con los otros creyentes, tampoco hay misión –ni
justicia, ni misericordia, ni gracia– que no encuentre
fundamentalmente su fuente en la liturgia de la santa
Eucaristía. La fe en Jesucristo es el único aspecto
esencial de fidelidad al Evangelio; sin embargo, para los anglicanos
formados por la oración comunitaria, sería
inconcebible pensar encontrar a Cristo, a quien somos fieles, fuera
de la predicación y de la fraternidad de la Eucaristía.
J.
Neil Alexander
MAURICE
BROUARD, s. s. s. Director. ENCICLOPEDIA DE LA EUCARISTÍA. Desclée
de Brouwer Bilbao. p.872-877.
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