Fue uno de los protestantes más notables de España, así por los servicios que hizo a la causa del luteranismo, como por la agudeza de su ingenio, por su mucha erudición en las sagradas letras y por su valerosa muerte.
Nació en Villaverde de tierra de Campos. En su niñez pasó a Alemania, tal vez con sus padres, en donde se crió adquiriendo el conocimiento de las nuevas doctrinas con el trato familiar de los herejes, de quienes recibió repetidas muestras de afecto.
Deseoso de ayudar a aquellos que en su patria pretendían esparcir las opiniones de la reforma, determinó volver á España, y derramar cautelosamente en las principales ciudades y entre las personas más ilustres los libros castellanos que por encerrar doctrinas contrarias a la religión católica estaban vedados por el Santo Oficio.
Era entonces sumamente difícil introducir en España obras de protestantes, puesto que la Inquisición con más ojos que Argos y más constancia que el Cancerbero de la Fábula, vigilaba la entrada de estos reinos, para estorbar el paso a tantos enemigos como las prensas de Alemania, conjuraban contra la esclavitud que había en nuestra patria. Sin embargo, Hernández ayudado de su astucia, muy celebrada en aquel tiempo por los herejes y de su constante resolución de contribuir a que las doctrinas luteranas echasen profundas y extendidas raíces, se resolvió a burlar la pertinacia de los inquisidores.
Bien porque fuese Hernández arriero (como algunos quieren) bien porque se disfrazase con hábito de tal para levantar menos sospechas, introdujo en España y en distintas ocasiones muchos libros heréticos, fingiéndose hombre rústico y solo ocupado en llevar de una ciudad a otra o de uno a otro reino cargas para mercaderes y labradores.
Lo principal de Castilla y Andalucía por medio de sus travesuras y engaños tuvieron conocimiento exacto de las nuevas doctrinas. ¡Tan grande fue el número de obras que esparció en ambos reinos!
Era muy conocido en España y aun en otras naciones. Por su extraordinaria pequeñez de cuerpo le nombraban unos Julián Hernández el chico; y otros, sin duda los más, Julianillo. Entre los herejes franceses que lo apreciaban mucho se conocía por Julian le petit.
El doctor Juan Pérez de Pineda (de quien ya he hablado en otros lugares de esta historia) honró con su amistad a Julián Hernández no sé si tratándolo por vez primera en Sevilla, o Venecia cuando vivía en esta ciudad, después de su persecución por los jueces del Santo Oficio.
Las obras del doctor protestante, impresas fuera de estos reinos, y especialmente su traslación del Nuevo testamento fueron traídas a España por Julianillo. Cipriano de Valera elogia a este hereje diciendo: «El doctor Juan Pérez, de pía memoria, año de 1556 imprimió el Testamento nuevo; y un Julián Hernández, movido con el celo de hacer bien a su nación, llevó muy muchos de estos testamentos y los distribuyó en Sevilla año de 1557.»
En dos grandes toneles escondió Julianillo las obras del doctor Juan Pérez; y sirviéndose de su viveza de imaginación y de su industria, las trajo por toda España hasta Sevilla sin que nadie le atajase el paso.
Los libros fueron depositados según unos en poder de don Juan Ponce de León, y según otros en el monasterio de San Isidro.
Esto último me parece más verosímil. Don Juan Ponce de León no comenzó a seguir las doctrinas heréticas hasta Marzo de 1559. Al menos así lo asegura un documento del Santo Oficio que en la vida de este protestante copiaré en otro lugar de la presente historia. De forma que no es creíble que Hernández en 1557 depositase las obras del doctor Juan Pérez en manos de Ponce de León, persona que aun no se había apartado de la religión católica.
No faltó un traidor que descubriese al Santo Oficio la astucia de que se había servido Julianillo para burlar la vigilancia de los jueces y ministros de este tribunal, y para esparcir las semillas de la reforma en toda España, y más aun en Sevilla. Las resultas de la delación fueron terribles, no solo para el triste Julián Hernández, sino también para muchas personas, cómplices y parciales suyos.
A pesar de su destreza y vivacidad de ingenio, no pudo apercibirse de todos los lazos que le tendieron los inquisidores. Y así, no obstante las dificultades que hallaron estos para vencer la sutileza de Julián Hernández, lo redujeron a la estrechez de los calabozos del Santo Oficio.
En ellos estuvo preso por espacio de tres años. En vano sus jueces intentaron arrancarle en el tormento la delación de los cómplices que tuvo en traer y esparcir libros heréticos por Castilla y Andalucía. Si negaba a vista de los potros que aguardaban su cuerpo para afligirlo, el dolor no conseguía derribar la fortaleza de su corazón, la constancia en sus opiniones y el deseo de no ocasionar la pérdida de sus compañeros, no conocidos aun por los jueces del tribunal de la Fe.
Tenía grandes disputas con los calificadores inquisitoriales; y aunque estos procuraban apartarlo de sus pareceres, Julián oponía siempre nuevos argumentos, haciendo muchas veces enmudecer a sus adversarios, ya que no por la verdad, por lo ingenioso e inesperado de las razones con que sustentaba sus doctrinas.
Al salir de las audiencias para volver a su calabozo, solía cantar esta copla:
Vencidos van los frailes, vencidos van: corridos van los lobos, corridos van. Como era de esperar, Julianillo Hernández mereció de los inquisidores la calificación de hereje, apóstata, contumaz y dogmatizante, y la pena de morir en auto público de Fe el día 22 de Diciembre de 1560.
Nunca en el mismo tribunal hubo un empeño tan grande para convencer a un hereje. Muchos calificadores del Santo Oficio, que en las conferencias privadas habían argüido y disputado con Julián, teniendo al cabo que enmudecer, no por la verdad de las razones de su adversario, sino por la agudeza de ingenio con que las presentaba a la estupidez é ignorancia de los inquisidores, determinaron acosar en la hora de la muerte a Hernández, para conseguir en esos momentos de tribulación y de amargura una victoria que tanto apetecían.
Mientras caminaba Julianillo al quemadero iba con mordaza. Pero al llegar a la hoguera dejaron suelta su lengua, y en presencia de personas doctas y de gran parte del vulgo, quisieron algunos calificadores argumentar de nuevo.
Hernández fue amarrado de pies y manos al mástil de la hoguera. Su valor y constancia no lo abandonaron en aquel amargo trance. Deseoso Julianillo de morir más presto, acomodó sobre sus hombros y cabeza unos hacecitos de leña.
El licenciado Francisco Gómez y el doctor Fernando Rodríguez comenzaron a hacerle una viva exhortación con propósito de separarlo de las doctrinas luteranas en aquella hora. Pero Julián los apellidó hipócritas, y les dijo que ambos creían lo mismo que él, y que ocultaban sus opiniones por temor de las hogueras y tormentos inquisitoriales.
Los calificadores en ese momento trabaron con Hernández nuevas disputas sobre materias de fe. Al fin cansado el infeliz hereje de argumentar inútilmente con sus enemigos, presentándoles en confirmación de sus palabras testos de las sagradas letras, y convencido de que en dilatar su muerte solo conseguía diferir por breves instantes un martirio, de donde esperaba gloria y renombre entre los de su bando; despreció a los clérigos y frailes que le amonestaban a volver al gremio de la Iglesia Católica (1) y pereció en medio de las llamas con la misma igualdad de ánimo, y la constancia en sus doctrinas que fueron el enojo de sus jueces, y el asombro de sus verdugos.
La presunción de los calificadores del Santo Oficio proclamó sobre las cenizas de Julianillo Hernández el triunfo de los argumentos que ellos le habían presentado, y atribuyó el silencio y el desprecio de este hereje a confusión y vergüenza, y su valor en morir quemado vivo a desesperación y pertinacia. Como si Hernández, en el caso de que en su entendimiento hubiera penetrado la verdad de la Fe Católica, no hubiera conseguido con la confesión disminuir lo bárbaro de su suplicio (1).
Tal fin tuvo el triste Julianilio Hernández, famoso por su agudeza de ingenio, por su saber, por su devoción a las doctrinas protestantes, por su celo en esparcirlas dentro de España y por su muerte valerosa.
Los libros que trajo a Sevilla Julián Hernández fueron depositados en el monasterio de San Isidro, cerca de las ruinas de la antigua Itálica, patria de emperadores romanos y de poetas insignes. Cipriano de Valera (protestante nacido en aquella ciudad) de esta suerte refiere los progresos de las nuevas doctrinas entre los monjes que habitaban en Santi-Ponce. «En 1557 el negocio de la verdadera religión iba tan adelante y tan a la descubierta en el monasterio de San Isidro, uno de los más célebres y de los más ricos de Sevilla, que doce frailes, no pudiendo estar más allí en buena conciencia, se salieron unos por una parte y otros por otra, y corriendo grandes trances y peligros, de que los sacó Dios, se vinieron también a Ginebra. Entre ellos se contaban el prior, vicario y procurador de San Isidro, y con ellos asimismo salió el prior del valle de Ecija, de la misma órden. Y no solo antes de la gran persecución fueron libertados estos doce frailes de las crueles uñas de los inquisidores, sino que todavía después de ella libró Dios otros seis o siete del mismo monasterio, entonteciendo y haciendo de ningún valor y efecto todas las estratagemas, avisos, cautelas, astucias y engaños de los inquisidores, que los buscaron y no los pudieron hallar. Los que en el monasterio se quedaron (porque es de notar que casi todos los del monasterio tenían conocimiento de la religión cristiana, aunque andaban en hábitos de lobos) padecieron gran persecución, fueron presos, atormentados, afrentados, muy dura y cruelmente tratados, y al fin muchos de ellos quemados; y en muchos años casi no hubo auto de Inquisición en Sevilla, en el cual no hubiese alguno o algunos de este monasterio.» Así refiere Cipriano de Valera los progresos de la reforma en los frailes de San Isidro del Campo.
Historia de los protestantes españoles y de su persecución por Felipe II por Adolfo de Castro publicado en 1851, págs. 249-256
No hay comentarios:
Publicar un comentario