domingo, 13 de marzo de 2016

¿CÓMO UNA VIDA DE FIDELIDAD AL EVANGELIO ES INSEPARABLE DE LA EUCARISTÍA?


COMUNIÓN ANGLICANA

J. Neil Alexander

Este tipo de preguntas parece, desde el punto de vista del anglicanismo clásico, bastante sorprendente a primera vista. Encontramos entre los anglicanos concepciones de la Eucaristía extremadamente diferentes. En esta Iglesia, la piedad y la devoción adquieren por sí mismas orientaciones muy variadas. Aunque la celebración eucarística constituye el modelo normativo para todos los domingos y todas las grandes fiestas, en realidad constatamos que su observancia es todavía débil en ciertas comunidades anglicanas, que prefieren la recitación regular del oficio del domingo por la mañana. Sin embargo, a pesar de esta considerable diversidad, la mayoría de los anglicanos formados por la doctrina, la disciplina y el culto del Book of Common Prayer o alguna de sus variantes oficiales, tendrían dificultades para imaginar una vida de fidelidad al Evangelio sin la Eucaristía. La Eucaristía es, desde el comienzo, una dimensión esencial del pensamiento y de la práctica anglicanas. A diferencia de nuestras Iglesias-hermanas nacidas de la Reforma en el continente, donde las querellas sobre la doctrina y la práctica eucarísticas las condujeron con frecuencia a modificar el equilibrio entre Palabra y sacramento en favor de oficios dominicales más bien de predicación que de comunión, el Book of Common Prayer implantó una liturgia completa de la Palabra y de la santa mesa como rito central destinado a formar y a alimentar a la comunidad de fe. Con el tiempo, la oración de la mañana, animada por una coral, y el sermón se convirtieron en la práctica regular de numerosas parroquias anglicanas, aunque la referencia a la Eucaristía como norma en los libros litúrgicos de la Tradición y en la experiencia de los fieles no estuvo nunca verdaderamente comprometida. Bajo el reinado de Enrique VIII, la Iglesia católica de Inglaterra rompió su juramento de fidelidad al papado y reconoció a la corona de Inglaterra como cabeza suprema de una Iglesia nacional autónoma. A diferencia de los Reformadores alemanes y suizos, que estaban animados por preocupaciones doctrinales y pastorales, Enrique y su corte estaban motivados por el deseo político de preservar la relación entre la Iglesia católica de Inglaterra y el reino del soberano. Esto significa que, durante los primeros años, la Reforma, en Inglaterra, conservó el contenido y la forma de la fe católica que había heredado de Roma a lo largo de los siglos. Enrique VIII y sus consejeros se afanaron incluso en probar que al separarse de la autoridad del papa no se habían apartado de la fe católica. La Assertio Septem Sacramentorum de 1521, escrita bajo la autoridad de Enrique contra los excesos de Lutero y de los Reformadores continentales, le valieron el título de Fidei Defensor que le otorgó el papa León X. La misa romana, según uno de los “usos” de la Iglesia católica en Inglaterra, continuó siendo la práctica corriente en todo el reino, durante todo el reinado de Enrique. El advenimiento de Eduardo VI abrió la vía a nuevas evoluciones en la fe y en la práctica eucarísticas. Hacia el final del reinado de Enrique empezaba a salir a la superficie con más vigor una corriente subyacente. Los movimientos luterano y reformado estaban bien implantados en el continente y su influencia se dejaba sentir en Inglaterra. El arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, hombre hábil desde el punto de vista político, era conocido por sus simpatías hacia el movimiento de la Reforma. La promulgación del primer Book of Common Prayer, en 1549, lanzó en Inglaterra el primer auténtico debate sobre la fe y la práctica eucarísticas. El ritual aparecido en 1549 era un “agregado” de diferentes aspectos de la tradición litúrgica occidental. Cranmer, inspirándose en libros litúrgicos de rito romano empleados en Inglaterra, en proposiciones litúrgicas de Lutero, Bucero y otros, en el breviario del cardenal Quiñones, en el Kirchenordnungen de Lutero, y en otras fuentes, ensambló, a partir de ahí, la primera liturgia inglesa independiente. Con la aparición de la obra se manifestaron los defensores y los detractores. Aquellos que querían garantizar la continuidad entre la fe eucarística de la Iglesia de Inglaterra y la del catolicismo romano intentaron interpretar el rito en este sentido. Otros, más preocupados por la unidad entre la Iglesia y el reino que por la doctrina eucarística, buscaron el compromiso por todas partes donde pudiera encontrarse. Otros aún, bajo la influencia de las reformas más extremas de Zurich y de Ginebra, sostuvieron firmemente una interpretación de este nuevo libro que correspondía más a las teologías eucarísticas evangélicas que nacían de la Reforma en el continente. Se ha discutido mucho intentando saber cuál era la posición personal del arzobispo Cranmer. Si bien algunos no dudan en considerarle como un agente disfrazado de Zuinglio, otros han preferido ver en su obra un punto medio entre las posiciones de Lutero (Presencia real) y las de Zuinglio (Ausencia real) donde se intenta encontrar un equilibrio entre la objetividad sacramental de Lutero y la fuerte dependencia, defendida por Zuinglio, de la fe personal del creyente. “Una presencia verdadera y espiritual, ésa es la expresión empleada a menudo para indicar la posición de Cranmer. El debate sobre la interpretación del rito eucarístico del Book of Common Prayer de 1549 introdujo, en el seno del anglicanismo, la posibilidad de interpretar el mismo texto oficial de maneras muy diferentes. Los principales textos litúrgicos propuestos para la celebración de la Eucaristía y empleados por las comunidades parroquiales han recibido interpretaciones diferentes a lo largo de toda la historia de la Iglesia de Inglaterra. Estas interpretaciones van desde la más estricta teología católica de antes de la Reforma hasta posiciones muy próximas a Zuinglio y a los elementos más radicales de la Reforma suiza, pasando por una concepción equilibrada bastante próxima a una posición que podríamos identificar como “luterana”. Por lo general, se considera que los elementos más radicales encontraron su apoyo más ferviente y su apología entre los partidarios del segundo ritual, aparecido en 1552. Según muchos observadores, el ritual de 1559, promulgado bajo el reinado de Isabel I, manifiesta la intención de la Iglesia de Inglaterra de seguir una vía media a medio camino entre las posiciones extremas católicas o protestantes, y tal vez sea en este ritual donde se encuentra por vez primera una expresión auténtica de la liturgia y de la teología anglicanas. El principal teólogo del período isabelino fue Richard Hooker. Éste, en el libro V de su obra monumental, Of the Laws of Ecclesiastical Polity, proponía una apología polivalente del Book of Common Prayer que constituía el punto de partida de una gran parte de la teología eucarística anglicana que iba a seguir. Hooker estuvo influenciado él mismo por la tradición católica, pero mantuvo también conversaciones muy continuadas con las voces cada vez más vehementes que se hacían oír en el ala puritana de la Iglesia. En busca de una vía media entre las posiciones extremas con que se encontraba, Hooker formuló una teología que hablaba de la participación real del creyente en el cuerpo y en la sangre de Cristo. A partir de esta posición, Hooker podía apaciguar el campo de los puritanos y de los reformados rechazando la doctrina de la transubstanciación y otorgando una mayor importancia al papel de la fe en la vida del comulgante. Y, al mismo tiempo, podía afirmar que en el corazón de la participación se encuentra la recepción fiel del cuerpo y de la sangre de Jesús que es “instrumentalmente una causa” de la misma. Las exigencias de esta posición obligaron a Hooker a abandonar toda investigación profunda sobre el modo de presencia de Cristo en las especies sacramentales, dando así nacimiento a un tema que recurre con frecuencia en la teología eucarística anglicana. Como otros muchos teólogos anglicanos después de él, Hooker se interesó más por la presencia real de Cristo en la asamblea gracias a las promesas de Cristo en su sacramento, por la fe de la comunidad de los creyentes y por los elementos fijados por Cristo, es decir, por la participación (comunión), que por la conclusión de una disputa filosófica sobre el modo de presencia que se podría creer, localizada, o no, en el pan y el vino. John Booty es quien mejor ha analizado los trabajos de Hooker sobre la Eucaristía. Hace notar la importancia de dos términos del Nuevo Testamento –koinônia y metanoiaque figuran en el centro de la idea que se hace Hooker de la participación. En lo que se refiere a la koinônia –la comunión– Hooker pensaba que el creyente es transformado por la comunión en el cuerpo de Jesús; el cuerpo y la sangre de Cristo consagrados son los instrumentos mediante los que se lleva a cabo nuestra comunión con Dios. La unión mística, que de ahí resulta también para el creyente, constituye la Iglesia. “Edifica su Iglesia a partir de la misma carne, del costado atravesado y sangriento del Hijo del hombre. Su cuerpo crucificado y su sangre derramada para vida del mundo son los verdaderos elementos de este ser celeste, lo que nos hace semejantes a aquel del que venimos. Por eso las palabras de Adán pueden ser exactamente las palabras de Cristo sobre su Iglesia, Carne de mi carne y hueso de mis huesos, tomada verdaderamente de mi propio cuerpo” (Laws V, 56, 7). Hooker, para consolidar su teología de la participación, recurrió asimismo a la noción de metanoia que encontramos en el Nuevo Testamento. El arrepentimiento no sólo cambia al creyente, sino que le permite asimismo un nuevo nivel de serla participación– en la comunidad de todos los fieles. Hooker no tiene una concepción negativa del arrepentimiento; al contrario, ve en él una adhesión, en el sentido más positivo, a la misericordia y a la gracia de Dios en respuesta al Evangelio. La definición de la participación, según Hooker, tan esencial para comprender su teología eucarística, se sitúa en el punto de equilibrio entre la experiencia eucarística del creyente y la herencia eucarística de la comunidad de fe. La misma posición se encuentra en otro teólogo importante de la época isabelina: John Jewel. Según este último, la santa comunión es “no sólo nuestra comunión en Cristo, sino también esta unidad en la que los que comen en esta mesa deben soldarse los unos a los otros. Esta doble insistencia –en la fe del creyente y en la construcción de la Iglesiapermanecerá en el centro de la teología y de la práctica eucarísticas anglicanas en las épocas siguientes.

La acensión de Jacobo I al trono de Inglaterra abrió un nuevo capítulo en la historia del Book of Common Prayer y de las celebraciones religiosas. La precaria calma que dominaba en los últimos años del reinado de Isabel fue perturbada de nuevo cuando los puritanos dirigieron una solicitud a Jacobo I en la que pedían verse liberados “del fardo de los ritos humanos y de las ceremonias”. Un estudio del Book of Common Prayer de 1604 muestra que, en una gran medida, los puritanos fracasaron en su intento de derrumbamiento de las celebraciones religiosas. La defensa de la posición “episcopaliana” fue el origen de una nueva era de reflexión y de enseñanza teológica sobre la Eucaristía en la Iglesia de Inglaterra. Lancelot Andrewes volvió a abrir para los anglicanos la cuestión de la Eucaristía como sacrificio y elaboró una posición que se esforzaba en evitar las trampas bien conocidas de la teología medieval, sin abandonar por completo la teología del sacrificio eucarístico, como hacían las tendencias más radicales del protestantismo. El interés consagrado por Andrewes al sacrificio fue recogido por algunos teólogos ingleses del siglo XVII, entre los cuales figura, tal vez de una manera particularmente digna de ser destacada, el futuro arzobispo de Canterbury: William Laud. Ambos hombres consideraron necesario rechazar la doctrina de la transubstanciación, pues no era posible encontrarle fundamento ni en las Escrituras ni en la enseñanza de la Iglesia antigua. Sin embargo, al mismo tiempo, estaban profundamente convencidos de que se adherían a la totalidad de la fe católica en materia eucarística, tal como la habían recibido, despojada de las molestas omisiones introducidas por los protestantes. Encontramos en el siglo XVII muchas obras de teología eucarística cuyo objetivo era interpretar la práctica de la Iglesia “según el uso del Book of Common Prayer” de un modo que reafirmaba con vigor la doctrina de la Presencia real de Cristo en el sacramento. La intención de estos teólogos era abrirse un paso a través de las fuentes de la tradición antigua, de suerte que pudieran evitar las concepciones “carnales, corporales, localizadas” de la presencia eucarística típicas de finales de la Edad Media, evitando, al mismo tiempo, el “simple memorialismo” que percibían a menudo en la tradición de la Reforma.

Esta literatura teológica se desarrolló sobre el telón de fondo de la “renovación patrística” que conoció el anglicanismo en el siglo XVII. Se ve aparecer, en esta época, un renovado interés por la investigación erudita sobre las fuentes antiguas y se asiste igualmente al nacimiento de un tipo de ciencia litúrgica específicamente anglicano. Estas preocupaciones sobrevivieron a la guerra civil inglesa y a la Commonwealth, y recobraron cierta notoriedad después de la promulgación del Book of Common Prayer de 1662. Nunca se dirá bastante la influencia que tuvo, en la evolución ulterior del anglicanismo, el estudio de textos antiguos, especialmente litúrgicos, y de aquellos que trataban de los sacramentos y de la ordenación. Hasta los partidarios de una posición más puritana y reformada se vieron influenciados por la renovación de los estudios patrísticos en Inglaterra. En ninguna parte se ve mejor la resonancia del estudio de las fuentes antiguas que en la obra de los nonjurors (no-juramentados), aquellos que se negaban a prestar el juramento de fidelidad a Guillermo y a María a causa de su juramento previo y de su fidelidad al rey exiliado, Jacobo II. Los non- jurors intentaron, en sus centros de investigación y de reflexión teológica, tanto en Inglaterra como en Escocia, reformar la liturgia de la Iglesia, especialmente las celebraciones eucarísticas, según principios que les parecían más en armonía con la teología y la práctica de la Iglesia antigua. Se interesaron especialmente por los textos litúrgicos y por los tratados de las diferentes Iglesias de rito oriental. Encontramos traducciones inglesas de bastantes fuentes orientales. Estas fuentes influyeron en la evolución de la liturgia anglicana, particularmente en el proceso que condujo a la publicación de un nuevo ritual para Escocia, en 1764. Este ritual influyó, a su vez, en el primer ritual americano aparecido en 1789. Aunque su posición era, en esta época, minoritaria, los non-jurors contribuyeron de manera importante a la evolución de la liturgia eucarística anglicana a lo largo de los años que siguieron. Entre las evoluciones más importantes, podemos citar una acción de gracias más desarrollada y más equilibrada, una anámnesis que recuerda de manera más clara la obra salvífica de Cristo, la oblación del pan y el vino, y, tras el relato de la institución, incluyeron una epíclesis más explícita en vistas a la consagración de las ofrendas para la comunión de los fieles.

La así llamada “renovación evangélica” del siglo XVIII contribuyó igualmente a subrayar el lugar central de la Eucaristía en la fe y en la práctica anglicanas. John y Charles Wesley, anglicanos que recibieron la influencia de los non-jurors en Oxford a comienzos de su formación, otorgaban a la Eucaristía una importancia esencial que encontraba su sitio en la teología anglicana clásica. Aunque John Wesley no sea un teólogo a la par que filósofo, su enseñanza sobre la Eucaristía lleva, en muchos puntos, la marca de la tradición católica del anglicanismo, pero él se interesaba más por la respuesta de fe personal aportada por el creyente. Aun conservando en una amplísima medida el lenguaje de la teología eucarística tradicional, Wesley deseaba que se otorgara un papel claro e inequívoco a la fe del creyente en la práctica eucarística. Wesley, como otros pastores de tendencia evangélica, apenas veía diferencia entre los beneficios que recibimos de Cristo por la comunión y los que recibimos por la escucha de la predicación sobre las Escrituras o por la oración y la fraternidad. Todos los beneficios de la creencia son accesibles por la fe y sólo por ella. Sin embargo, a diferencia de otros teólogos evangélicos, Wesley no reducía el papel de la santa comunión recibida en la fe, respecto al de la predicación. Las raíces católico-anglicanas de Wesley no le permitieron nunca abandonar el equilibrio entre palabra y sacramento, que eran para él elementos esenciales de la fe y la práctica evangélicas. Encontramos la misma dinámica en los himnos de Charles Wesley. Estos himnos eucarísticos están repletos de palabras e imágenes tradicionales que revelan claramente la influencia que tuvo sobre su autor la tradición católica. Ahora bien, al mismo tiempo, el lugar de la fe personal así como la llamada a la santidad de vida se entremezclan profundamente y se equilibran con la insistencia que pone en la experiencia mística que caracteriza a la tradición evangélica.

El siglo XIX fue el telón de fondo de otro período de rica efervescencia para el pensamiento y la práctica eucarísticas en la Iglesia anglicana. El movimiento de Oxford no se preocupó, en sus primeros tiempos, ni de la liturgia ni de los sacramentos. Se interesó, más bien, por una cuestión fundamental: “¿Qué es la Iglesia?”. Una cuestión que refluye sobre todos los aspectos de la vida eclesial. La encontramos especialmente en los aspectos “públicos” de la liturgia, de los sacramentos y del ministerio ordenado. Los principales responsables del movimiento incitaron una vez más a los anglicanos a volverse hacia su herencia –la enseñanza y la práctica de la Iglesia católica antigua antes de la división (tal como ellos la concebían)– y se esforzaron, a partir de ahí, por reformar y renovar toda la vida de la Iglesia. Hacia mediados de siglo se dejó sentir en Inglaterra el movimiento romántico que había atravesado todo el continente. El movimiento litúrgico moderno que empezaba a manifestarse en la Iglesia católica y en los luteranos encontraba signos de interés y de apoyo entre los anglicanos. Esta matriz es la que dio nacimiento a lo que se ha dado en llamar la “renovación gótica”, el movimiento ritualista y una nueva forma de anglo-catolicismo. Estos movimientos, qué duda cabe, no tenían como tema la Eucaristía, pero no por ello han dejado de marcar, hasta nuestros días, una impronta indeleble en la fe y en la práctica eucarísticas de la Iglesia anglicana.

En el siglo XX se han producido diferentes evoluciones que han venido a reforzar la fe y la práctica eucarísticas entre los anglicanos. El movimiento de “comunión parroquial” intentó restablecer la celebración semanal de la Eucaristía y convertirla en el acto religioso esencial cada domingo. Definió este acto como la actividad constitutiva de la Iglesia parroquial. Este programa estaba ampliamente influenciado por el surgimiento continuo del movimiento litúrgico ecuménico, que intentaba alentar el restablecimiento de una plena liturgia de la palabra y del sacramento para cada Día del Señor, y la recepción regular de la santa comunión en las Iglesias, donde las asambleas sin comunión se habían vuelto la norma. Estos movimientos alcanzaron un punto culminante en la obra litúrgica del concilio Vaticano II en la Iglesia católica. El Concilio marcó un giro decisivo para todos los cristianos, en particular para aquellos que son miembros de Iglesias que tienen una liturgia sacramental, aun cuando no estén en comunión con la Iglesia de Roma. En ninguna parte de la comunión anglicana se han librado de la influencia del Concilio sobre la vida litúrgica, y muchas provincias se han visto influenciadas, de una manera muy profunda, “por el espíritu, cuando no por la letra” del Concilio. La muy clara enseñanza del Concilio respecto a la dimensión comunitaria de la fe y de la práctica eucarísticas está absolutamente de acuerdo, en muchos puntos, con los comienzos del anglicanismo. La enseñanza del Concilio ha servido de catalizador a una gran cantidad de anglicanos, a fin de hacerles recuperar los elementos comunitarios y constitutivos de la fe y de la práctica eucarísticas, que caracterizan la perspectiva a largo plazo de su propia tradición y se ha visto menos influenciada por los enfoques más personales e individualistas de una época más reciente.

Para los anglicanos, en el centro de su experiencia de fe se encuentra Jesucristo. Ahora bien, esta experiencia no es la experiencia aislada de un individuo creyente sin conexión con la fe de la comunidad. Para ser cristiano y vivir una vida de fidelidad al Evangelio de Jesús, es menester formar parte del Cuerpo de Cristo, de esta comunidad que proclama que su identidad, antes que cualquier otra cosa, es la de un sacerdocio de bautizados reunidos alrededor de la Palabra y de la santa mesa. Para los anglicanos, es en la liturgia eucarística –celebración de la muerte y de la resurrección de Jesús– donde comprendemos lo que somos, a quién pertenecemos fundamentalmente, y de quién somos responsables en nuestra misión y nuestro ministerio en nombre de Jesús. Del mismo modo que no hay vida de fe sin fraternidad con los otros creyentes, tampoco hay misión –ni justicia, ni misericordia, ni gracia– que no encuentre fundamentalmente su fuente en la liturgia de la santa Eucaristía. La fe en Jesucristo es el único aspecto esencial de fidelidad al Evangelio; sin embargo, para los anglicanos formados por la oración comunitaria, sería inconcebible pensar encontrar a Cristo, a quien somos fieles, fuera de la predicación y de la fraternidad de la Eucaristía.

J. Neil Alexander

MAURICE BROUARD, s. s. s. Director. ENCICLOPEDIA DE LA EUCARISTÍA. Desclée de Brouwer Bilbao. p.872-877.

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